domingo, 19 de marzo de 2017

A ras de lona

Siempre llego tarde a las cosas del wrestling. Entre la vida real, que es muy heel con mi tiempo, y mis intentos para evitarme spoilers, suelo llegar cuando “todo el mundo” ya está con otra cosa. Hoy ha sido el #EndOfAnEra del mejor podcast de wrestling en español: A ras de lona.
Para mí aún no, porque como voy con retraso, aún me quedan varios programas para llegar al punto y aparte. Pero quiero escribir esto hoy (que es cuando toca).

El primer programa de A ras de lona que escuché fue el número 86 (Survivor Series 2015). Lo encontré en la estupenda plataforma de podcasts de todo tipo: Ivoox. Me volví fan muy pronto, y se volvió una rutina descargar el programa justo después de ver el evento de la WWE.
Aunque era un podcast hecho por aficionados se veía, se oía en realidad, muy profesional. No era simplemente un grupo de fans grabando sus charlas sobre wrestling. Cuando el podcast pasó a un formato diario (en el 2016, creo recordar), su objetivo era intentar abarcar todo el wrestling y hacer un seguimiento de lo que ocurría en la WWE, TNA (¿Khé?), ROH, Lucha Underground, las indies, México y Japón.
Aunque el autor, Alessandro, estaba afincado en Perú, el programa tenía “colaboradores” repartidos por todo el mundo, y el programa lo hacían grabando las charlas vía Skype. A veces se colaban los ladridos de los perros del vecino de Fede o había problemas con la conexión de Walter (alguna vez ocurrió…). En otras ocasiones, aficionados que habían ido in situ a shows de la WWE en España o a eventos de Progress en UK, llamaban para aportar sus impresiones. Todo ello daba una verdadera impresión de profesionales al pie de la noticia.

Hay un programa que para mí fue especial (y no es el delirante A Ras de Corazón que se emite por San Valentín) sino uno en que los colaboradores de Puro Talk (el apartado japonés del podcast) Gin y Neithan hablaron de la muerte del luchador Hayabusha. Se les puso un hilo de voz, casi quebrándose, hablando de lo que ese luchador, su trágico accidente y su leve recuperación había significado para ellos. Realmente aquí ya no hablamos de wrestling: sino de pasión.
Y eso es muy difícil de explicar y muy fácil de compartir si uno siente una pasión semejante. Y yo entiendo su pasión. Hace unos meses cuando las tres luchadores estrellas de la empresa Stardom (Io, Mayu y Kairi) aparecieron en un par de episodios de Lucha Underground yo, que las había visto desde sus inicios en Japón (Mayu estaba en el primer show de la empresa allá en 2011), me sentí como si su logro, fuera también mi logro. Y el día que Undertaker perdió la racha, fue el día que yo perdí la… ¿qué? Nada, en realidad ._.

Cuando el podcast de A ras de lona pasó al formato diario y buscaban suscripción para mantenerlo funcionando, me planteé en serio subscribirme. Yo escucho el podcast en el coche, yendo y viniendo del trabajo, y sólo con los episodios gratuitos que iban soltando y los especiales de revisión de los shows, ya me costaba seguirles el ritmo (había que oírles después de ver el show, obviamente). Al final, no me suscribí en parte porque me dije que era imposible que alguien pudiera ver, y comentar luego en podcasts, tanto wrestling si no se dedicaba a ello a tiempo completo. Y los estudios son los que ahora han obligado a Alessandro a detener ese ritmo frenético de podcast diario.
A Ras de Lona no desaparece (eso sí sería #Horrible) sino que vuelve al formato old school, de programas numerados.
Me parece un gran logro lo que han hecho y les aplaudo sinceramente por la profesionalidad en su trabajo con el podcast. A Ras de Lona es, lo he dicho antes y lo repito ahora, el mejor podcast de wrestling en español (o al menos el mejor de los que se puede descargar desde Ivoox, y lo digo habiendo escuchado también algún episodio de los otros podcasts que sin desmerecer, no es lo mismo).


Mis felicitaciones a Alessandro, a Fede, a Walter, a Carlos, a Capu, a Gin, a Neithan y a esos oyentes que también han aportado su voz y su pasión por el wrestling a mis idas y venidas laborales durante todo este tiempo.
De parte de un oyente anónimo afincado en su casa (no sale ni en A Ras de Geografía)…

MUCHAS GRACIAS A TODOS y espero oírles pronto ;)


sábado, 11 de marzo de 2017

Sábado de biblioteca

A ver, para que me aclare yo…
El sábado pasado fue…
…cuando un usuario, fan del cine clásico, me recomendó una película y pese a no tener tiempo, ni vida, me la llevé en préstamo a casa.
El sábado pasado fue…
…cuando no fui a trabajar a la biblioteca. Y me pasé cuatro horas estudiando.
El sábado pasado fue…
…cuando ayudé a unos teens a encontrar una imagen de un entrenamiento de fútbol. Ellos le pidieron a Google “fotos de gente dando vueltas en un campo de fútbol” (la brecha digital no afecta sólo a gente mayor).
Eso sí fue, el sábado pasado.
Así que ha pasado un mes ya.
Toca devolver la película que no he visto.
Y seguir estudiando lo mismo que no logro recordar. Para aspirar a hacer lo mismo que ya hago, pero en otro sitio. La rutina confunde los días, en que las horas muertas parecen años y los años pasan entre suspiros, en el cementerio de los días olvidados.

Ayudo a un nene con los deberes. Aún buscan el máximo común divisor en los colegios. Ya lo buscaban en mi tiempo ¿y aún no lo han encontrado?
El nene escribe un número con letra torpe y un lápiz mordisqueado de “la patrulla canina”.
¿Y dónde se ha ido mi vida?
Se fue como se va la tarde cuando te echas cinco minutos tras comer y despiertas de la siesta y ya es de noche; y han pasado cinco horas.

Qué vacía se siente la vida en los sábados de biblioteca.
Libros que no puedo leer.
Revistas que no puedo hojear.
Películas que no puedo comentar.
Van pasando por mis manos.
Y debo aparentar que estoy trabajando en algo.
Hago el préstamo deprisa para que se puedan ir. Porque voy lento para ellos, que tienen todo el sábado del mundo. No esperan. Dejan la devolución y salen porque creen que ahí fuera está la vida. Pero en ningún lugar del mundo hay tanta vida como en los estantes de la biblioteca. Allí están los sueños y las pesadillas de los que vivieron hace años pero siguen existiendo ahora y para siempre.
Tengo a Pizarnik, Dickinson, Pessoa y Bukowski en la mesa. ¡Oferta! Soy la cajera cultural en el supermercado de la cultura. Pero voy prestando “marcas blancas”. Muero un poquito cada día, si lo pienso.
Luego recuerdo que ya estoy muerto en realidad y se me pasa.

Me preguntan sobre libros que no he leído.
Sobre libros cuya reseña no he podido leer.
Sobre libros que ni siquiera sabía que tenía.
Sobre libros que tan siquiera sabía que existían.
No quiero fingir. No sé mentir. Me quiero morir. No lo sé, digo.
Y debo parecer idiota. A todo el mundo le debo parecer un gran idiota. Una subpersona que está allí haciendo algo que bien podría hacer una máquina. Y seguramente con más amabilidad que yo.

Me duele la cabeza.
Se me rompió el alma tiempo atrás.
Me estoy chillando a mí mismo que no vamos bien; que así no.
Me tomo una pastilla.
No hay remedio para lo que siento.
“El tiempo lo cura todo”, dicen. El tiempo es, precisamente, lo que acabó conmigo.

Entra un soplo cuando se abren las puertas. El brillo del sol me hiere en los sábados de biblioteca. La gente deja los monstruos aparcados hasta el domingo por la tarde (en que toda la realidad vuelve como un vómito) y sale a dejarse ver. A pasear y a hacer cosas. A compartir en las redes sociales sus cosas. Todo el mundo es guapo y feliz. Todo el mundo está haciendo cosas interesantes ahí.
Yo no comparto ni hago nada.
Yo estoy dentro de mí.
Es el único lugar agradable junto a la biblioteca antes de abrir o el cementerio. Lugares donde sólo oyen el silencio aquellos que no saben escuchar. Lugares en que hay tanta vida que casi asfixia…
Hago una reserva me-ca-ni-ca-men-te. Adiós-muy-bue-nas.
En camposantos que no conozco, yacen las primeras bibliotecarias de la historia de esta ciudad. Ellas también trabajaron en sábado, y hasta en domingo. Nadie sabe sus nombres hoy. Se les fue la vida a ellas también, ordenando libros y mandando callar a los niños revoltosos. Esos niños que son mis abuelos ahora:
El que saluda con el bastón al entrar y me llama por mi nombre…
El que tiene que ser el primero, sí o sí, en leer el periódico…
El que busca el amor verdadero en páginas de contacto en Internet…
El que me cuenta que leyó ese libro hace, quizás, cuarenta años…
¡Cuarenta años!
Dos suspiros y medio.
Y los abuelos que ya no vienen. Les ganó el dolor y se les agotaron las fuerzas. Y temes preguntar por si ha ocurrido lo peor.

Ellos ya no entienden este mundo. No entienden las extrañas actividades que se dan lugar en una biblioteca. Y el ruido. Siempre me hablan del ruido. Quisieran volver a esa época de su infancia… cuando ellos eran, precisamente, los quebraderos de cabeza de las bibliotecarias cuyas vidas hemos olvidado. Tiempos de silencio, dicen. Ellos eran los ruidosos entonces, pero la memoria es traicionera y embellece el pasado.

Estoy ensimismado en el mostrador de referencia. Ya les dije que parezco idiota. Estoy muy lejos en el tiempo y en el espacio. Puede que en otra vida. Vidas de repuesto, por supuesto.
Estoy mirando por entre los barrotes de las ventanas la vida que pasa, como un perro atado, mientras todos pasean, aunque nadie tenga adonde ir. Pasa lenta la mañana del sábado de biblioteca. Hace un mes de hace un instante. Y entonces aparece un tipo. Y me pregunta si sé de algún lugar para comer. Le digo que hay dos restaurantes bastante populares en la plaza. Me dice que no, que un lugar donde den de comer… gratis.
La realidad es que quizás no vaya a comer hoy si no le dan nada.
Esa es la realidad.
Es la realidad de aquí y ahora.
Se aleja por la puerta y el sol primaveral lo vuelve invisible. Los seres vivos se difuminan con el tiempo. Sólo los libros preservan los sueños y las pesadillas de los que ya se fueron. Nadie va escribir nunca nada sobre ese tipo. Así que nunca habrá existido.
Como los días vacíos entre los sábados de biblioteca.


miércoles, 8 de marzo de 2017

Ladridos burocráticos

Les voy a contar mi experiencia con la burocracia municipal en el trámite de dar de alta una mascota en el censo.

Todo empezó en la perrera municipal donde decidí adoptar el perro que me parecía más feo y triste (los cachorros guapos y alegres nunca tienen problemas para ser adoptados). En un despacho que olía a rayos, la muchacha me pidió un montón de datos para rellenar formularios y contratos y tras quince minutos –literal- me entregó una copia de todo el papeleo y nos despedimos.
- ¿Y el perro? – dije cuando ya me iba.
- Ah, sí. Es verdad.
Me lo trajeron.

Una de las hojas que recibí era el alta en el censo municipal. Entendí (aunque ciertamente el documento no lo pone) que aquello era una copia para mí y que la perrera se ocupaba de mandar una copia al propio Ayuntamiento.
Entendí, iluso de mí, que todo el trámite ya estaba en orden.

Unas semanas después, se plantó en la puerta de mi casa el cartero motorizado con una notificación del Ayuntamiento. El documento, con la jerga administrativa de rigor, me informaban en virtud de un montón de ordenanzas que se habían enterado que tenía perro y que debía inscribirlo en el censo municipal o de lo contrario me caería una multa de entre 50 y 150 euros (la multa varía, supongo yo, según lo mono o feo que sea el perro).

El lunes siguiente, a primera hora, me personé en el Ayuntamiento.

Les mencionaré ahora una leve descripción del escenario, para que se hagan una idea. Las puertas del Ayuntamiento se abren automáticamente cuando detectan a algún ciudadano y lo dejan entrar. Pero cuando cruzas el umbral, el acceso ya no es tan libre y democrático:
· Una cadenita roja y blanca impide el acceso hacia los pisos inferiores por la escalera.
· Un cartel de prohibido el paso impide el acceso hacia los pisos superiores. · Tres escalones y dos puertas acristaladas sucesivas flanquean el acceso a una sala de mesitas y técnicos municipales.
· Y la rampa de acceso para personas en sillas de ruedas está obstruida por una jardinera en la parte superior y una papelera en la inferior.
Ante ese panorama, me acerqué al mostrador señalado con una i dentro de un círculo.

Me atendió una señora de pelo blanco y erizado, vestida de negro luctuoso, con un aparatito colgando de la oreja derecha. Eso de descolgar el teléfono ya es historia en mi pueblo.
Le expuse mi incidencia. Me trató de tú (recuerden ese detalle para más adelante, por favor) y su trato fue correcto y hasta simpático. Sacó una instancia oficial de unos cajoncitos de instancias oficiales y de repente, detiene una frase a la mitad y me planta la palma de la mano en la cara y se da un toque al aparato de la oreja. Estaba atendiendo una llamada, amigos.
Lamenté no haber leído nunca libros de quiromancia, porque durante los minutos que tuve la palma de su mano ante mí hubiera podido sacar muchas conclusiones sobre su vida, sus amores y su devenir. Ahora, dada mi ignorancia en el arte de leer las líneas de las manos, sólo puedo decir que su actitud en ese caso fue irrespetuosa.

Día 2
Con mi instancia rellenada y firmada y una foto a todo color del perro (requisito ineludible) me planté en el Ayuntamiento. La persona en el mostrador de i dentro de un círculo era otra. Y su aparato telefónico colgando de la oreja incluía un micro que le colgaba ante la boca. Atendía a una muchacha, o quizás le estaba dando un concierto, a saber… así que yo me dediqué a observar con atención la zona del Registro. Allí ví a la mujer del día anterior (de lo que deducimos que entre registro e información, la gente va rotando los puestos).
En ese momento, entró el Alcalde con su séquito, me dio los buenos días (aunque no me conoce de nada) y yo se los devolví. Debo decir que reconocí al Alcalde cuando su rostro adoptó la misma postura que tiene en los carteles electorales: la barbilla al frente y la mirada hacia un futuro lleno de optimismo y posibilidades. Cuando lo reconocí el buen hombre ya estaba a media escalera de camino hacia su despacho, así que mi contacto con la máxima autoridad del pueblo fue fugaz…

La señora del mostrador de i dentro de un círculo, tras escucharme, me redirigió a la zona del Registro.
Es una zona rectangular con tres mesas, pegadas unas a otras y con un par de sillas delante de cada mesa. Detrás de cada administrativa (todo son mujeres) hay lo que parece un macro armario con puertecitas del suelo al techo que ocupa toda la pared. En realidad es un plafón de madera. Las puertecitas de archivos, con unos tiradores tamaño chincheta, es puro adorno. Añado, para acabar con la aburrida descripción, que todo el mobiliario tiene los colores corporativos: gris, marrón claro y verde césped.

La mujer del pelo corto y erizado atendía a una pareja que, según oí, venían a inscribirse en el censo municipal. En un momento de la gestión, le preguntó a la compañera del fondo si para imprimir el pdf debía darle a “vista previa” antes. La compañera le dijo que no y satisfecha con su papel de coach de su compañera, se levantó y anunció a todos los presentes que salía a tomar su café. Recogió el bolso y el abrigo y salió camino hacia la plaza de enfrente.
Cuando la pareja inscrita ya en el municipio salió con esa alegría que da el pertenecer de pleno derecho a una comunidad, yo me acerqué a la mesa con mis cosas. La mujer no pareció reconocerme (de ayer) ni cuando vio la cartilla sanitaria de la mascota. Le expliqué. Mientras iba sacando la documentación agarró la fotografía del perro y empezó a hacer comentarios amables y ufanos sobre mi mascota. Me preguntó vivamente interesada sobre la edad y la raza en un trato afable y simpático.
Se percató entonces que yo había traído mi DNI y la cartilla sanitaria del perro en lugar de fotocopias. Se estiró en la silla y sufrió una repentina transformación en lo que se podría denominar como “funcionarius negativus” (gente que ejerce con placer la potestad de decir “no” desde el escalón social que le da tener la compleja y kafkiana burocracia administrativa detrás). Desde ese instante me habló de usted (lejos quedaba el “ay, que perrito más bonito que tienes”).

Yo ya había anticipado una reacción similar. Pero creía que el alta en el censo ya se había formalizado en la perrera (yo tenía una formulario que decía eso) y suponía que la perrera municipal debía haber mandado al Ayuntamiento una copia o en todo caso, los datos. Resumiendo el embrollo: yo no quería pagar por unas fotocopias para ellos. E iba a defender mis argumentos con más agarre que una pelota entre las mandíbulas de mi perro. Por orgullo, claro. Y por jugar un poco también.

- Debe usted traer las fotocopias –dijo con el tono reprochador de una profesora que llama al niño travieso por el apellido.
Me limité a encogerme de hombros mirando la fotocopiadora que ella tenía detrás y moviendo la cabeza a un lado y otro, posando mi mirada en las dos fotocopiadoras extra que sus dos compañeras administrativas tenían detrás (por suerte, la que había salido a “tomarse el café” no se había llevado consigo la fotocopiadora).
Amigos, en esa sala había en ese momento 4 fotocopiadoras libres. Pues en el mostrador de la i dentro del círculo, existe, según pude ver gracias a mi atenta observación, otra fotocopiadora.
- Ahora porque no hay gente –dijo dándose la vuelta en la silla, posando las hojas en la fotocopiadora y pulsando un botón- pero debe traer usted las fotocopias.

En realidad, sí que había gente esperando, y de pie. Pero… ¿cómo vas a convencerme que no puedes hacer fotocopias si tienes 4 fotocopiadoras libres a menos de dos metros?

Superado el gran escollo, me dispuse a disfrutar del placer de ver trabajar el engranaje administrativo. Hechas las fotocopias, la mujer de pelo erizado pasó a teclear algunos datos desde la instancia al ordenador. Empezó por repetir mi número de teléfono en voz alta, número por número, mientras lo tecleaba con una mano y sujetaba mi DNI con la otra. Siguió murmullando mi nombre y apellido, aparentemente con dificultad debido a mi caligrafía, leyéndolo de la instancia cuando aún seguía con mi DNI en la mano. Y finalizó el asunto grapando todo el papeleo. Recordó entonces que el principal objetivo del registro es registrar la instancia y que no podía hacerlo ya que la grapa quedó dónde debía plasmar el sellazo. Tuvo pues de sacar la grapa y volver a empezar.
Deduje que olvidar de registrar la instancia antes de graparla era algo que le ocurría a menudo, pues en su mesa había una “desgrapadora”; mientras que la grapadora tuvo que cogerla de la mesa de la compañera que aún no había vuelto del café.
Al segundo round, la instancia quedó  registrada. Dio una vuelta con su silla giratoria, plantó la hoja en la fotocopiadora y le dio al botón. Se levantó, dejó la fotocopia en la mesa y se fue.
Yo deduje que aquella hoja fotocopiada era una copia para mí y que el asunto se podía dar por concluido. Pero como se había ido así, tan de repente…
Puse mi mejor cara de turista perdido y miré a la gente que esperaba de pie, buscando el clásico momento egocéntrico de “fíjense en mí y lo que me está sucediendo” (algo muy habitual en nuestros tiempos modernos).
Yo no sabía si aquella despedida a la francesa es lo que se conoce en la jerga como “silencio administrativo” o simplemente le había atacado una necesidad de hacer aguas mayores o aún peor, había ido a buscar un montón de folletos sobre ordenanzas de mascotas en el municipio.
Volvió sin decir nada de su repentina ausencia, pero por suerte no traía ningún folleto ni nada. Me tendió la fotocopia y se despidió con un “pase, pase” dirigido a señor que esperaba de pie.
- Espero que hayas traído fotocopias –le dije a ese caballero que iba a ser víctima del engranaje burocrático.
Al salir vi que aún era de día, que la del café aún no había vuelto y me alejé de ese lugar con la estúpida creencia de haber ganado una pequeña batalla. Pero, ¿qué es la vida sino una falsa creencia de pequeñas victorias?

Como el procedimiento administrativo sigue en marcha, no descarto que esta historia tenga continuidad. Sigan atentos, por favor. Y recuerden fotocopiar sus originales y adoptar (también) mascotas poco agraciadas.